Mi vida en la London School of Economics

Después de vivir en Londres durante 6 años, un buen día decidí hacer las maletas y no tuve ocasión de regresar en prácticamente una década.

Finalmente, el pasado fin de semana, volví a la capital inglesa y – con cierta nostalgia – estuve paseando por el campus urbano de la London School of Economics (LSE) donde cursé mis estudios universitarios hace ya muchos, muchos años.

Yo entré en LSE por accidente.

Realmente mi intención era estudiar Política, Filosofía y Económicas en Oxford, pero después de una entrevista que salió regular-tirando-a-mal me aconsejaron disfrutar de un año sabático y presentarme nuevamente al proceso de selección el año siguiente.

Si bien en Inglaterra es relativamente común eso de tomarse un año sabático para conocer mundo antes de embarcarse en los estudios universitarios, al mismo tiempo tenía una oferta en firme de la LSE y no me parecía prudente dejar pasar la oportunidad (mejor pájaro en mano…)

Preparé mi maletita, y después de las correspondientes despedidas en Barajas emprendí mi viaje a Londres. Era septiembre de 1994, hacía un frío que pelaba en Londres y yo tenía 18 años recién cumplidos.

Imagen cortesía de Tutored.me

Era la primera vez que abandonaba la comodidad del hogar (debió gustarme porque ya no volví), pero en ese momento no tenía ni idea de cómo me iba a apañar allí sólo.

El tema académico no me preocupaba tanto, pero los aspectos logísticos – como disponer de ropa limpia cada día o abrir una cuenta bancaria – me aterraban.

Recuerdo perfectamente el momento en el que Dennis, el octogenario y típicamente británico portero de la residencia de estudiantes donde viviría durante los próximos años, me mostró mis aposentos. No se me da especialmente bien calcular dimensiones de habitaciones así a ojo, pero digamos que era pequeña.

Muy, muy pequeña, y bastante parecida a las celdas de máxima seguridad que salen en las películas. Después de quedarme inmóvil durante unos 15 minutos, reflexionando sobre qué narices hacía yo ahí, me dirigí a la cabina de teléfonos más cercana (no existían los móviles por aquél entonces), llamé a mis padres, y exigí que me repatriaran inmediatamente (1ª lección aprendida: la magia de las llamadas a cobro revertido).

La primera semana fue una pesadilla. Aún no habían comenzado las clases, no conocía a nadie (tampoco es que yo sea una persona especialmente sociable), así que pasé muchas horas caminando sin rumbo por las calles de Londres. Afortunadamente, cuando comenzó el curso, todo cambió y comencé a valorar la suerte que tenía.
La Universidad de Londres está compuesta por 19 colegios autónomos (uno de los cuales es la London School of Economics) y 10 institutos de investigación.

En muchos sentidos estos colegios se consideran universidades en sí mismos: tienen potestad para fijar sus propios criterios de admisión, así como los objetivos, contenidos y criterios metodológicos que orientan su actividad académica. Los estudiantes pertenecen a su correspondiente colegio y también a la Universidad de Londres, formando una comunidad de 120.000 alumnos en el corazón de Londres.

El calendario académico de LSE – la mal llamada escuela de los poderosos – consta de tres trimestres (Michaelmas, Lent y Summer), y cada trimestre tiene sólo 10 semanas lectivas. Lo primero que me chocó de la London School of Economics fue la ingente cantidad de materia que había que cubrir en tan poco espacio de tiempo, y con el tiempo comprendí su filosofía educativa. Los exámenes en LSE típicamente contenían decenas de preguntas, y los alumnos sólo teníamos que contestar un puñado de ellas.

Así que, si durante el curso te centrabas en estudiar aquello que más te interesaba, las probabilidades de que aprendieras algo útil – algo que se te quedara en la cabeza a largo plazo – eran más elevadas y no perjudicaría tu capacidad de responder a las preguntas del examen. ¿Qué consiguen con esto? Que te pases el día descubriendo qué es lo que te gusta, en lugar de memorizar las preguntas que van a salir en el examen final (lo cual típicamente se olvida al día siguiente).

La LSE, como la mayoría de las universidades británicas y americanas, es una escuela para la vida donde el objetivo es aprender y no el título; el diploma final es sólo un subproducto accidental de toda la jugada.

2ª lección aprendida: A veces hay demasiada información, y es imposible saberlo todo. Es importante centrarse en aquello en lo que te gusta, porque generalmente uno es bueno precisamente en aquello que más le gusta. Es como una pescadilla que se muerde la cola. No es fácil descubrir lo que te gusta, pero es más fácil encontrarlo si tienes unas mínimas ganas de aprender y la libertad de explorar.

3ª lección aprendida: No eres especial, y el mundo es bastante amplio. Durante las últimas décadas, la London School of Economics se ha ganado a pulso una reputación de fortaleza inexpugnable (me pregunto quién cometió el garrafal fallo de permitirme entrar a mí).

En 2008 LSE recibió aproximadamente 20.000 solicitudes de admisión para 1.299 plazas. Dicho de otra forma, entra 1 de cada 15 solicitantes, el ratio más competitivo de cualquier institución académica del Reino Unido. Debido a los exigentes criterios de admisión, la LSE atrae a estudiantes que están acostumbrados a ser los centros de atención en los institutos de enseñanza de sus respectivos países, y el shock que te llevas cuando llegas a LSE y ves que el del pupitre de al lado te da 2.000 vueltas es morrocotudo.

Si creías que eras bueno en matemáticas, el chaval de Singapur te da sopas con ondas. ¿Eras el que mejor hablaba en público de tu colegio? Lo más probable es que tu compañero de pupitre parezca Winston Churchill a tu lado. Esto abre los ojos, y te ayuda a volver nuevamente a tierra: el valor real del trabajo en equipo no consiste en tener un equipo para mandarles a todos, y lo de “ser el mejor en todo” queda muy bonito pero a veces no está mal ser “suficientemente bueno en algo”.

4ª lección aprendida: “Elige tu Propia Aventura”. Una de las cosas que me resultó más fascinante de la LSE es que un día “complicado” consistía de 3 ó 4 horas de clase. Creo recordar que teníamos 4 asignaturas cada trimestre, con 1 hora de conferencias y 2 horas de clases en grupo por asignatura, por semana.

Eso son 12 horas lectivas semanales; 2,4 horas de clases al día de media. ¿Cómo puede ser que una de las mejores universidades del mundo sólo “obligue” a sus alumnos a asistir a 2,4 horas de clase al día? La respuesta, una vez más, está en la filosofía del sistema educativo. El rol de la universidad en este modelo no es necesariamente “enseñar” (en el sentido tradicional de la palabra), sino inculcar una pasión por el conocimiento; por la exploración; por investigar; por hacer preguntas en lugar de memorizar respuestas. Las clases son como aquellos viejos libros de Elige tu Propia Aventura: su objetivo es despertar la curiosidad del alumno, enseñarle el camino hacia la biblioteca, y que decida el camino que más le llame la atención.

Supongo que no puedo concluir este relato sin antes hacer una mención especial a los profesores, tutores y conferenciantes de LSE por su extraordinaria capacidad para motivar a los alumnos y para inculcarles esa pasión por aprender. Durante mi periplo en LSE aprendí sobre la Guerra Civil Española de la mano de Paul Preston, y microeconomía con Christopher Pissaredes (premio Nobel de economía en 2010). Hasta la fecha 16 profesores o alumnos de LSE han sido galardonados con el premio Nobel incluyendo economistas como Paul Krugman, Leonid Hurwicz, George Akerlof, Robert Mundell, Amartya Sen, Ronald Coase, Merton Miller, Sir Arthur Lewis, James Meade, o Friedrich von Hayek. La dedicación del profesorado es imprescindible para inspirar al alumno a hacer cosas grandes, y si el profesor carece de esa motivación es prácticamente imposible que la adquiera el alumno.
El tiempo vuela.

Han pasado casi 20 años desde que dejé la LSE, pero todavía recuerdo con mucho cariño esa época. Lo que aprendí allí, tanto en el aula como fuera de ella, siempre formará una parte de quien soy.